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El joven y los autobuses



En aquel entonces los autobuses eran azules. Azul oscuro para ser exactos, y desde la altura de las ventanillas hacia arriba, blanco. Tenían una tripulación de dos personas – un conductor y un cobrador.

Ambos llevaban algo por lo general gris y una gorra con una negra visera que brillaba. Para el joven de la foto, el dilema no tenía solución: ¿qué quería ser de mayor? ¿Conductor o cobrador?

Porque fíjate que el conductor tenía competencias. Primero, aquel enorme volante que para poder girar el vehículo en un cruce, tendría que darle vuelta, y vuelta, y vuelta… Inclinando el cuerpo hacia adelante para lograr agarrarlo por la parte más lejana y enderezando el cuerpo para poder girarlo, y vuelta a inclinarse y otra vez a enderezarse, como si estuviera remando, y dale que te dale… Firme y vigorosamente… Muchas vueltas. Y cuando por fin lograba darle al vehículo la dirección deseada, revertir el enorme volante era algo todavía más mágico: aflojaba la presión sobre el volante y este empezaba a girar con fuerza hacia la dirección contraria. Unas veces apretando la mano, otras aflojándola, controlaba la velocidad de reversión, y se escuchaba ese dulce sonido mientras el volante resbalaba de entre sus secas y cálidas manos.  

Otra mágica competencia eran los enormes pedales y cómo los accionaba con los pies. Mientras pisaba el derecho, el vehículo mugía y aceleraba. Y después por un instante quitaba el derecho y con el izquierdo pisaba a fondo el pedal izquierdo. Simultáneamente, con la mano derecha cambiaba de posición la enorme palanca que tenía a su diestra, grrrrrrrrrrrrr rugían salvajemente todos los engranajes debajo del piso del vehículo hasta fijarse en la nueva posición, y después volvía a quitar el pie izquierdo y volvía a pisar el pedal derecho, y otra y otra vez.

Ahora el sonido de la máquina había cambiado de octava. Tenía un tono más bajo. Pero mientras más seguía pisando el derecho para aumentar la velocidad, la máquina volvía a subir de octava. Por lo tanto, de nuevo desde el principio: pedal izquierdo, grrrrrrrrrrr la palanca, y otra vez pedal derecho. Hasta que llegaba a la parada. Entonces el pie derecho pisaba el enorme pedal del medio y el autobús frenaba y la máquina bajaba el tono. Y el izquierdo pisaba fuerte y la palanca se colocaba en posición de descanso. Mientras, subía la gente. Todo el autobús vibraba esperando, la máquina mugía en neutro, y con ella vibraba la palanca y la mano del conductor reposaba encima de ella, con los dedos colgando perezosamente hacia abajo, y el aro de matrimonio en el anular brillando dorado. De tarde. Y entonces el cobrador que grita la palabra mágica al conductor: “¡arranca!”

De ahí que el joven de la fotografía no pudiera decidir entre conductor y cobrador. Porque, además de gritar “¡arranca!” para que el autobús arrancara, el cobrador pisaba un botón y cerraba la puerta. Y después pasaban por delante de él todos. Él se sentaba en su puesto, más alto que los demás, perpendicular con la dirección del autobús, de espaldas a la ventana. Y en el mejor lugar: ¡justo encima de la rueda derecha! Además tenía aquella cosa que guardaba las monedas – las empujaba una sobre la otra, diez céntimos, veinte céntimos, cincuenta céntimos, dracmas, y demás. Ordenadas y bonitas.

Toda moneda que le daban en la mano, la metía en la pila correcta y empujaba, y la moneda quedaba guardada en la parte superior de la pila, y después cualquier vuelto que quisiera dar, lo tomaba otra vez de la parte superior de la correspondiente pila, deslizándola hacia abajo y afuera. Y encima del apilador de monedas con unos gruesos elásticos llevaba sujeto el bloc de los billetes – pequeños papelitos que tenían una perforación entre el lomo y el comprobante. Zambullía el pulgar en la esponjilla, que también iba sujetada con los elásticos y junto con todas las herramientas; halaba el comprobante del billete y lo arrancaba, lo arrugaba humedecido junto con el vuelto, y todo lo aplastaba en la palma abierta del pasajero que esperaba. El lomo del billete quedaba en su lugar, para poder contar y hacer cuentas después: tantos billetes corté, tanto dinero recogí.

¿Cómo decidir? El conductor gritaba socarronamente “ten cuidado tía” y tocaba el claxon. Pero el cobrador tenía también un bolígrafo azul que sujetaba con el elástico junto con los billetes y la esponjilla y con él anotaba cada nueva partida para no perder la cuenta. Tenía también un papel cuadriculado doblado y lo desdoblaba y anotaba algo en el cuadrito indicado y lo volvía a doblar y lo apretujaba debajo de los elásticos entre los billetes y la apiladora de monedas. Y luego vociferaba “avancen por el pasillo” – y además tenía micrófono. Pero de todos modos gritaba.  

También, cuando llegaba el autobús a la terminal, era el conductor el que, usando una llave maestra que parecía un pomo de puerta de balcón, abría los armarios internos que estaban encima de la columna que dividía los dos parabrisas – en ese entonces eran dos. Abría los pequeños armarios y con la manivela giraba el cilindro de abajo o el de arriba, respectivamente, y junto con ellos giraba y se desenrollaba, de un cilindro hacia el otro, la banda de tela que tenía escritas con bellas y rojas letras el destino del autobús y su número, muy pegaditas para que cupieran todas, y escritas al revés, ¡para que la gente pudiera leerlas y entender desde fuera del autobús!

Difícil decisión. Entró en un montón de autobuses el joven de la foto y estudió el asunto a fondo. Se sentaba siempre adelante y a la derecha, cerca del conductor para poder observar. O atrás a la izquierda, sobre la rueda, para poder vigilar al cobrador. Scania Vabis, Leyland, Mercedes. Pero no llegaba a una conclusión sobre qué quería ser. Por eso dejaba el asunto, como creía él, en pendientes. Hasta que los cobradores se eliminaron y quedaron solo los conductores. Quienes ya no gritaban “adónde vas tía” y ya no tocaban el claxon, y la enorme palanca en la mano derecha fue sustituida por una pequeña palanquita que la movías con los dedos – ni grrrrrr los engranajes, ni nada.

Doloroso. Todo eso que no sabía si elegir el joven de la fotografía, ya no existía. Ni lo uno, ni lo otro. Mantuvo, claro, el deseo de algún día usar él también un aro de matrimonio en el anular derecho. De oro, para que brille.


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La foto se ha fechado utilizando el método del carbono 14 radiactivo. Se estima con considerable precisión que esta es del tercer cuarto del siglo pasado.


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Ο νέος και τα λεωφορεία

Traducción: Fenya Antonatos-Kazana



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